martes, 18 de noviembre de 2008

Pedro Lain Entralgo: "¿Qué es España?", EL PAÍS, 17.10.1994

Hace unos días, el dibujante Máximo tuvo en estas mismas páginas la amistosa
ocurrencia de atribuirme una interrogación y una respuesta. La interrogación:
"¿Qué es España?". La respuesta: "El que la pregunta subsista indica que no se
sabe lo que es".Implícita en la "polémica de la ciencia española", explícita en la
generación del 98, tal pregunta cobró expresión majestuosa y dolorida en este
párrafo de Ortega: "Dios mío, ¿qué es España? En la anchura del orbe, en medio
de las razas innumerables, perdida entre el ayer ilimitado y el mañana sin fin, bajo
la frialdad inmensa y cósmica del parpadeo astral, ¿qué es esta España, este
promontorio espiritual de Europa, esta como proa del alma continental?". Cuando
escribió tan menesterosas palabras, Ortega sabía muy bien lo que en el pasado
había sido España, veía lo que ante sus ojos estaba siendo, aquella España
menguada y desunida, y proyectaba -o soñaba- lo que España podía ser, puesta
seriamente en la faena de conseguirlo. Y desde entonces...

Lo que desde entonces ha sucedido puede resumirse en la frase siguiente: pese a
lo que el propio Ortega dijo e hizo y a lo que dijeron e hicieron los que con él
estaban, su hermoso y generoso proyecto-sueño no ha sido realizado. España no
ha llegado a ser de modo satisfactorio el "sugestivo proyecto de vida en común" en
que -según el propio Ortega- debe tener fundamento la convivencia nacional. La
quiebra del sistema político de la Restauración (1917-1923), la Dictadura de Primo
de Rivera (1923-1930), el por desgracia fracasado intento de la II República (1931-
1936) y la España de los vencedores en la guerra civil (1939-1975) son otras,
tantas etapas del triste destino que durante más de medio siglo iba a conocer ese
permanente ideal. ¿Lo es, también, la transcurrida desde esa última fecha?
Hace como cinco lustros -todavía, por tanto, en pleno franquismo- propuse ver en
el patente o soterrado conflicto que en los siglos XIX y XX ha sido la vida española
hasta cuatro motivos principales: la radicalidad en el modo de vivir la discrepancia
religioso-ideológica; una desigualdad socioeconómica capaz de provocar estallidos
violentos; la paulatina conversión de los regionalismos en nacionalismos; el rudo
contraste entre las formas de vida más o menos arcaicas de muchos españoles
rurales y las más o menos actualizadas de no pocos españoles urbanos. Sin
resolver aceptablemente esas cuatro tensiones internas de nuestra convivencia
social, la vida histórica de España no podría ser nunca un sugestivo proyecto de la
vida en común. ¿Iba a serlo después de 1975?

Vayamos por partes. La tremenda experiencia de la guerra civil ha servido, al
menos, para que las discrepancias de orden religioso e ideológico, ineludibles en
toda sociedad civil, perdieran la desmesura anterior a ellas. Aunque las diferencias
de orden socioeconómico siguen siendo grandes -paro, bolsas de miseria, gente
guapa-, algo se han atenuado; en cualquier caso, obreros y empresarios no
quieren renunciar al diálogo entre ellos. A la vez, el pantalón vaquero, la discoteca,
la televisión y acaso el wonderbra homologan en buena medida la población rural y
la urbana.

Párrafo aparte merece el problema dimanante de nuestra interna diversidad. Mal
resuelto durante la etapa parlamentaria de la Restauración, torpemente tratado por
la Dictadura de Primo de Rivera, impedida su posible resolución por la brevedad
de la II República, torpísimamente desconocido o pisoteado por el franquismo,
pareció que con la proclamación constitucional de "Estado de las autonomías"
como modelo de nuestra convivencia política íbamos a movernos hacia su
definitivo ocaso. No ha sido así. ¿Por qué?

A mi modo de ver, porque no se ha cumplido de manera adecuada algo que. el
texto constitucional tácitamente exige: una declaración bien pensada y bien
articulada de lo que había de dar unidad política y cultural a la suma de las
diversas y deseables autonomías territoriales emergentes de ese texto. La
Constitución establecía como principio constitutivo de España la estructura
autonómica de su realidad; y puesto que en la estructura el todo es más que la
suma de las partes -en esto se diferencia de la mezcla y del montón-, era
necesario indicar con cierta precisión la posible y deseable consistencia del todo
que realmente es España, si no se la quiere ver como mezcla o montón de
entidades históricas radicalmente distintas entre sí. A lo largo de 15 años, las
comunidades autónomas han ido afirmando y reclamando, tal como ellas los
entienden, sus respectivos derechos, nunca sus respectivos deberes en tanto que
partes solidarias de un todo. Que yo recuerde, ninguno de los Gobiernos centrales
ulteriores a 1975 ha dicho con la necesaria explicitud cómo ha de ser entendida
esa base unitaria de la pluralidad autonómica para que un proyecto de vida
histórica en común sea al fin posible y comience a ser real entre los españoles.
Podrán decir los sucesivos miembros de esos Gobiernos que hay una moneda
común, un código civil común, un ejército común, una red ferroviaria común,
etcétera. Por el momento -sólo por el momento-, todo eso es tan necesario como
cierto. Pero siendo necesario, no es por sí solo suficiente, porque esas realidades
y las que a ellas sean agregadas no constituyen un proyecto (le vida en común
mínimamente sugestivo, son tan sólo los instrumentos que harán posible, cuando
exista, su efectiva realización.

Para mí, reiteradamente lo he dicho, la necesaria unidad y la innegable diversidad
de la existencia histórica de España -"una y diversa España" es mi fórmula- exigen
el cumplimiento de un doble requisito: uno de hecho, admitir que en España
coexisten y deben coexistir la lengua y la cultura comunes a todos los españoles y
las lenguas y las culturas que componen nuestra diversidad; otro de intención,
lograr que tal admisión sea generalmente aceptada sin mutuo recelo, más aún, con
buena voluntad. El Gobierno central no puede, como es obvio, imponer esa buena
voluntad, pero sí hacer lo posible para que se produzca; debe, y con obligación
grave, establecer las reglas de juego para que la vigencia de la lengua y la cultura
comunes sea aceptada y real. Por su parte, los Gobiernos autonómicos deberán
mostrar con su conducta que el ejercicio constitucional de la autonomía no sólo
consiste en autoafirmarse y en exigir competencias, y que ese ejercicio nunca será
un primer paso para evitar el desgarramiento de España si no lleva consigo la
admisión de que antes hablé y la extensión de ella entre los habitantes de sus
respectivos territorios.

Tal como yo la veo -¿ingenuamente?-, ésta debe ser la meta de la convivencia
española y ésta es la primera conditio sine qua non para su efectivo logro: que la
lengua y la cultura de los catalanes, los gallegos y los vascos sean primariamente
suyas para los que en el catalán, en el gallego y en el euskera tengan su lengua y
su cultura maternas, pero que, a la vez, consideren también suyas la lengua y la
cultura castellanas; que, los castellanohablantes en Cataluña, Galicia y Euskadi
sientan como primariamente suyas la lengua y la cultura castellanas, pero como
también suyas la lengua y la cultura de la comunidad autónoma en que residen:
que en cada uno de los niveles de la educación, los restantes españoles sean
educados para el conocimiento y la estimación de las culturas que con la común
forman la total y unitaria cultura española. Con buena voluntad, todo ello sería
fácilmente alcanzable. Éste es, sin embargo, el verdadero problema. Porque
¿podrá realmente alcanzarse la existencia de la buena voluntad?
Me limitaré al caso de Cataluña y al de Euskadi. La televisión nos hace ver y oír
cómo los catalanes Pujol y Roca y cómo los vascos Ardanza y Arzalluz hablan con
perfección el castellano, y a veces con elocuencia. No puedo admitir, en
consecuencia, que no empleen el castellano como lengua también suya, y que, a
través de ella, como también suya consideren la cultura en ella expresada; cultura
que, con cuantas deficiencias se quiera, sólo como un tesoro puede ser vista. Pues
bien: ¿por qué los catalanes Pujol y Roca y los vascos Ardanza y Arzalluz pueden
no querer que sus nietos y sus bisnietos hablen y escriban como ellos tanto su
respectiva lengua vernácula como -a la vez- la castellana, y que
consiguientemente conozcan y estimen la cultura que se ha expresado en ella?
¿Por qué, pues, no ponen los medios necesarios para que así suceda? Conocer la
lengua y la cultura comunes a todos los españoles ¿impidió a Verdaguer y
Maragall, a Riba y Camer, a Foix y Manent, a Pla y Espriu escribir como
escribieron y ser tan catalanes como fueron?

Bien sé que en la Cataluña actual todavía no existe lo que temo. Periódicos, y
editoriales que son honra de España entera, y -con ellos- la excelente pléyade de
narradores, articulistas y docentes que saben conciliar su amor a Cataluña con el
buen uso del castellano, día a día lo impiden. Admito, incluso, que el empleo del
castellano como lengua instrumental -esto es: como recurso para la relación
coloquial con madrileños, aragoneses, andaluces, gallegos y vascos- perdurará en
Cataluña, mientras no se impongan' los independentistas. Pero si no se cumplen
con buena voluntad los requisitos antes apuntados, no puedo eludir este temor:
que los nietos y los bisnietos de Pujol y Roca, e incluso los nietos y los bisnietos de
Ardanza y de Arzalluz, vean como ajenas, como no suyas, la lengua y la cultura
castellanas. Y si ese temor no es compartido por quienes central y
autonómicamente dirigen nuestros destinos, y unos y otros no hacen lo posible
para convertirlo en esperanza, acaso dentro de un siglo -mañana, como quien
dice- haya que contestar a la pregunta con que Máximo acaba de distinguirme
diciendo: "Mire, amigo: yo sólo puedo decirle cómo era España y lo que España
pudo ser y no fue",.

No hay comentarios: